6.3.11

Cartas a nadie {Prólogo}

Al salir de clase, no se paró ni un segundo y fue corriendo a su habitación. Oía los gritos de sus compañeros llamándolo para que fuera a jugar, pero él seguía negando ir con ellos, tenía cosas más importante que hacer. Incluso las chicas pasaban ya totalmente, creían que era una pérdida de tiempo. Él tenía su atractivo, estudiaba como para aprobar y jugaba al fútbol. Pero desde hace un tiempo parecía distinto, hasta sus padres lo notaron cuando iban a visitarle. Había pasado su más tierna infancia en un "internado" como seguían llamándolo ellos, pero él ya tenía la suficiente edad de que solo lo decían por tachar la realidad, y él era consciente de que estaba encerrada en la cárcel, peor, en la cárcel no te decían que estabas loco, donde él estaba era mucho peor.

Había hecho bastantes amigos en el psiquiátrico, pero siempre había sido un niño callado, sensible y terriblemente afectado porque sus padres no confiaran en él. Y es que su vida allí no era fácil, no era un cuento de hadas, pero uno, al fin y al cabo, se acostumbraba. Todos los "humanos normales" que había por allí querían que los niños vivieran felices en ese edificio situado en una isla desierta Dios sabe dónde. Y, al menos, por una parte lo habían conseguido, pero a la vez trataban de inculcar a esos pobres la realidad. Él pensaba ¿qué realidad? Somos niños y necesitamos tener nuestra propia libertad, nuestra imaginación, nuestra creatividad... Alguna que otra vez se le escapaba, y eso solo hacía que se ganara una que otra bofetada seguido de unos duros castigos.

En un mundo cualquiera, un niño que tuviera creatividad, imaginación o algún que otro amigo imaginario era lo más normal del mundo. Pero en su mundo no. En su mundo estaba prohibido la libertad, los pensamientos pacifistas, la ecología o la paz, y la gente que incumplía las normas puesta por El Gobierno, era secuestrada y llevada a diferentes lugares del planeta para educarlos. A los niños los llevaban a esas especies de manicomios para menores, donde les impartían las clases de esa educación, porque según El Gobierno, estaba prohibido ir a clase, ya que la educación corría a cargo de los padres, que si no cumplían, eran llevados a lo que llamaban cárceles, pero que eran mucho peores. Esos padres tenían permitido visitar a sus hijos una vez cada tres meses, para ver si sabían lo que tenían que saber y para darles ánimos, tal vez para hacerles sonreír al menos a los más pequeños, porque no saldrían de allí ni aunque encontraran la forma de salir, ya que si los pillaban, el error era pagado con la muerte.

Los mayores niños ya lo tenían asumido, y él también. Con diecisiete años recién cumplidos se estaba preparando para la prueba final que tendría lugar justamente después de cumplir los 18, cuando se convirtiera en un adulto. En esa prueba, le preguntarían todo lo que debería haber aprendido en todo ese tiempo que había pasado allí, pero aunque aprobara o suspendiera, lo que le esperaba era peor en los dos casos. Si aprobaba, sería enviado a la cárcel con los demás adultos, y si suspendía, bueno, nadie había suspendido hasta ahora, y los Profesores se lo advertían cada vez que estaban en clase: Más os vale estudiar para la prueba. No quiero ni pensarme que pasaría... y exhibían una de sus sonrisas patéticas, como queriendo dar unos falsos ánimos.

Pero el día a día no consistía solo en estudiar para esa dichosa prueba. Los levantaban a las seis de la mañana, y a los menores de nueves años, cinco minutos después. Desayunaban los restos de la comida de los Profesores del día anterior. Iban diez horas a clase y después cumplían tareas absurdas. A las nueves de la noche ya estaban las luces apagadas. Aunque claro que algún que otro día tenían días festivos, como la Navidad, que por suerte en ese mundo si celebraba, pero de manera diferente, no existía Santa Claus, los Reyes Magos ni los regalos. No, allí no existían los regalos. Un cumpleaños no se celebraba, una boda no se celebraba, nada, ni siquiera regalos cualquiera. Halloween era el mejor día del año, ellos eran el puro miedo, por eso gustaba tanto ese día, pero no había disfraces, para eso ya estaban los Disfrazados. Ellos eran los que secuestraban a los niños cuando incumplían las normas, e iban en ese día asustándolos con serpientes, arañas o ratones de verdad, o incluso con sus peores miedos.

Él se dirigió como un rayo a su habitación, llevaba unos meses contento, más feliz de lo que había estado en toda su vida. Entró en esa pequeña sala gris, vigilada por dos fornidos guardias y con barrotes en la única y pequeña, el suficiente para que entrara el oxígeno, ventana. Allí no había enchufes, ni había agua caliente, ni había ordenadores, solo había viejas máquinas de escribir para hacer los deberes y unas oscura bombilla que  danzaba encima de la cabeza de él. Se sentó en la cama, con las piernas cruzadas, la máquina de escribir delante y una sonrisa en la cara. Como siempre, empezó a escribir esa carta que no iba destinada a nadie.

***
Bueno, ¿qué os parecido el prólogo? Acepto comentario de todo tipo. Bueno, más o menos, esta es la historia que quiero hacer. Siento haber hecho el prólogo tan largo, pero es que cuando empecé a escribir, no podía parar. Os hago un pequeño resumen:

Esta es la historia de Isaac, que desde muy pequeño está encerrado en esa especie de manicomio. Sus padres fueron encerrados en la cárcel porque no cumplieron con su deber. ¿Qué hizo Isaac? Ya lo descubriréis. Él, para sobrevivir a esa dura infancia que poco le queda para convertirse en adulto y vivir aún peor, pues a los dieciocho años se decide todo, empieza a escribir cartas. Cartas sin sentido, explicando lo que le pasa, contando lo que vive, una especie de diario. Cuando termina de escribir una, sin destinatario, la tira por un hueco de su ventana al mar y ahí queda su esperanza de que alguien la lea, pero el tiene el presentimiento de que alguien encuentra esas cartas y las lee. Y esa persona es una chica llamada Iris. Ella, con dieciséis años, sabe lo que está viviendo, pero no es hasta que encuentra esas cartas de un tal Isaac, cuando comprende lo que es el puro dolor y tristeza. Ella recogerá las cartas, ira cada día a la playa, las leerá y las esconderá, y si es preciso, las quemará, porque está prohibido enviar cualquier tipo de comunicación que no sea revisada por El Gobierno.

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