8.2.11

59 '~ {Microrrelato}


 Genial, sí, le gustará, seguro. Sonreía y no sabía por qué. Quizá fuera por el entusiasmo, quizá por la alegría, o quizá por pensaba en ella. Ella, con sus ojos azules como el cielo y su pelo rubio como el oro. Sí, era por ella. Mientras escribía, pensaba en lo mucho que él se esmeraba con ella, lo mucho que la quería, lo mucho... todo. Él, con el pelo alborotado y con el pijama a rayas verdes y blancas que todavía no se había quitado para ir al instituto. Pulsaba rápidamente la teclas, con decisión, con devoción hacia el amor de su vida. Esas palabras, sus palabras, que ahora aparecían escritas en la pantalla del ordenador como las estrellas aparecen en el cielo. Algunas confusas, otras tiernas, una, desafiante. Todo un mar de posibilidades que, probablemente, a aquella chica le gustará. Pero tal vez no, porque ella, ella no era como las demás, ella era todo lo que se pudiera imaginar: el perfume de una flor, una caricia, una suave brisa de verano. Pero él, él era... no sabía describirse a si mismo, pero sin duda, no era era como su mejor amiga.

 En otra parte de la ciudad, ella discutía pesadamente con su ropaa. No sabía que ponerse, como todos los días, pero ese día era especial, era San Valentín. Si pretendía que un chico la invitara a salir justamente ese día, tendría que estar bien vestida, y como mucho, pasable. Buscaba desesperadamente algo rojo, da igual lo que fuera, pero de ese color. Le encantaba, ya que significa amor, pasión, algo que ella, como a cualquier otra chica, veía como un sueño de hadas. A si que así seguía: ropa por allí, ropa por allá, sin miramientos, pensando dulce, tierna y cariñosamente en aquél chico. Ese chico que tal vez ni siquiera sabía que existe, ese chico que es el más popular de todo el instituto. Ella espera que ese chico se le declare, y por necesita estar guapa, y mientras se viste, no se imagina que el único que la quiere es su mejor amigo.

 En el instituto se alzaba un aire romántico lleno de algunos tequiero, palabras susurradas al oído o besos robados de alguien amado. Pero de ellos no. Ella buscaba con la mirada a un chico, y no a uno cualquiera. Él, no le quitaba el ojo de encima, nervioso. Entraron en clase, para suerte de él, tenían juntos la primera hora. Bien, pensó, darán el periódico escolar y lo leerá. Sonriente, entró el clase detrás de ella.

 Ella se sentó en un pupitre de la última fila. Justo detrás de él. Observaba, en vez de atender a la clase, su pelo negro corto, muy corto, pero igualmente precioso. Se quedó absorta y no se enteró de que habían entrado en la clase para repartir el periódico diario. Bah, tampoco le importaba mucho, lo único que esperaba era que él se girara y le preguntara la tan deseada pregunta. Sólo un '¡Eh, tía, se te han declarado en el periódico!, y un débil ¡¿QUÉ?!, de la clase, le hizo dejar de mirar su nuca. Extrañada, abrió el boletín por la página que le indicaban, y, ciertamente, ahí estaba. Esa declaración de amor, en la página de San Valentín, pero era anónima. Bueno, ella ya creía saber quién era. Se irguió hacia delante y le susurró:

- Oye, si eso, quedamos esta noche ¿vale?
- ¿Das por hecho que he sido yo? - ella movió la cabeza en gesto afirmativo -. Pues en ese caso, ¿a las ocho?
- A las ocho – sonrió.

 Él, que lo había escuchado todo, se sintió ofendido. ¿Cómo podía creer que era ese quién le había escrito algo tan bonito? Volvió a mirar la hoja, y vio esa caligrafía moderna, de ordenador, sus propias palabras, sus propios sentimientos. Y ahora ella iba a salir con un chico que no era él. Se sentí mal, peor, fatal, dolido. Era como tener un pequeño pájaro y que un día cualquiera echa a volar, y te deja, solo y vacío. Salió de clase apresuradamente cuando tocó el timbre, evitando encontrarse con ella. Pero, sea por el destino o sea por su mala suerte, ella lo estuvo buscando los siguientes 5 minutos, y al final, lo encontró sentado debajo de un árbol, disfrutando del sol al menos por un día. Le contó todo lo que había pasado una hora antes, esa declaración de amor, no muy original, pero nada desdeñosa. Lo contaba satisfecha, como si hubiera ganado el premio Nobel o algo así. Él asentía, sólo asentía.

 El sol estaba a punto de ponerse. Las manecillas del reloj marcaban las siete y veintinueve. Ella todavía estaba eligiendo que ponerse. No se podía creer lo que pasaría a las ocho. Tal vez una fiesta, algún que otro roce y para terminar, un beso. Sonrió antes esa perspectiva. Sí, quizás sí. Y terminó de vestirse: un vestido corto gris con lentejuelas, tacones negros y un bolsito a juego. Pero lo más difícil todavía no había terminado: le quedaba el peinado. Cualquier chica sufre por el pelo: demasiado corto, demasiado largo, puntas abiertas. Pero ella no. A ella le gustaba su larga cabellera rubia, y es más, decidió que esa noche la dejaría así, tal como estaba.

 Las ocho menos cinco. Ya estará esperando a ese idiota. Por más que quisiera, no podía dejar de pensar en ella. Ella, que seguramente llevaría ese vestido plateado tan bonito que le compró él, por su cumpleaños. Él, que se gastó toda su paga para hacerle el mejor regalo de su vida y pensando que sería el primero que lo vería puesto. Y pensar que, ahora, el primero que lo vería no sería él, si no otro chico mucho mejor que él, más guapo, más musculoso. Normal que a ella le guste, no se le puede comparar conmigo. Y allí en la penumbra de su habitación, se arrepintió de no haber puesto su nombre en el periódico.

 Las ocho y cinco. Llegará tarde. Pensó mientras esperaba de pie delante del instituto aquella cita, su cita, con el chico perfecto. Las ocho y diez. Se habrá retrasado. Nerviosa, se prometía a sí misma que él iba a llegar, iba a llegar, la llevaría a cenar y se enamoraría de ella, si no, ¿por qué habría puesto la declaración delante de sus narices? A lo mejor ha sido otro, y yo, como una estúpida adolescente enamorada, he creído que era la persona equivocada. Descartó esa idea, simplemente, no. El sol dio paso a la luna, y las nubes dejaron libre el cielo negro para las estrellas. Miró el reloj. Las nueves menos veinte. No, ya no vendría. Con lágrimas disimuladas que no querían salir al exterior, saco el móvil y le llamó.

 En cuanto recibió la llamada, no se lo dudó dos veces y salió disparado de casa a su encuentro. Quería pegarle, no, partirle la cara al tío ese por hacerla llorar. Llegó al lugar de destino elegido por ella, un viejo parque que a ambos les gustaba y la vio. Confirmando su pensamiento, ella llevaba ese vestido, su vestido. Estaba sentada en el columpio, que se balanceaba lenta y silenciosamente, con unas brillantes lágrimas que le caían por la mejilla. Se acercó a ella. Él se quedó callado mientras escuchaba el relato de la chica, que, con tristeza, se alegraba de que él estuviera aquí.

 Él llegó rápido, se preocupaba por ella. Le contó todo, de principio a fin, aunque tampoco había tanto que contar. Cuando terminó, pareció desahogarse y se levantó del columpio. Una sonrisa inundaba su rostro, haciendo compañía a el escaso lloro que ahora abundaba en ella, mientras le contaba lo feliz que era por tener a alguien así a su lado. Él también sonrió. Y ella dejó de pensar por un momento en su cita fallida, para dar en su pensamientos a él, a esa sonrisa, ese pelo y esos ojos que la miraban con ternura, y comprendió, por fin, que era él el que se había declarado.

 Aunque no podía leer su mente, sabía lo que estaba pensando, y esta vez no se lo pensó dos veces. Se acercó aún más ella, quedando a un milímetro de distancia, tan poca distancia, que cada uno respiraba en el cuello del otro. Él le cogió la cara entre las manos y la besó. Dulcemente, suavemente primero y luego se hicieron prisioneros del otro, atados por ese beso, que después de tantos años, sucedía. Y eran esclavos de su amor, ese amor que se estaba formando en los dos.

1 comentario:

  1. Dios, me encanta!
    No tardes mucho en seguir escribiendo!
    Un beso.

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